El derecho a la asistencia no cambia la naturaleza de las relaciones sociales vigentes en la sociedad. Pero sí debilita la lógica de quienes defienden la continuidad de sociedades inequitativas y, a la vez, ética y estratégicamente contribuye a la reparación de los problemas sociales, en la perspectiva de ir construyendo alternativas más sólidas para un funcionamiento social más digno y más humano.
Reconocer el derecho a la asistencia implica la aceptación de que las personas a ser asistidas básicamente carecen –por las condiciones del funcionamiento social– de posibilidades para un adecuado despliegue de sus potencialidades que, entre otras cosas, les permita satisfacer autónomamente sus necesidades. Familias sin los medios suficientes para la reproducción de su vida, con problemas de empleo, con ingresos degradados, con problemas habitacionales, de salud, de escolaridad, no pueden más que tender a repetir esas condiciones en las generaciones siguientes.
Interferir e interrumpir ese proceso social negativo constituye una responsabilidad ética impostergable, pero –además– implica asumir una imprescindible opción de fortalecimiento de la democracia, en tanto una verdadera democracia no puede reconocerse como tal con graves niveles de pobreza y exclusión.
Además, las propias contingencias de la vida pueden conducir a cualquier persona a padecer accidentes que le generen discapacidades puntuales, cuya atención y protección posterior es menester que sea asumida por las instituciones específicas de todo Estado moderno.
En 1961, el médico argentino Regino López Díaz, director nacional de Asistencia Social, afirmaba: “Es nuestra aspiración común que este país no tenga necesidad de un organismo encargado de la asistencia social”. ¡Cómo no coincidir con esa aspiración! Pero resulta que, a 56 años de haber sido formulada, todavía no sólo no se concretaron los cambios que hicieran innecesaria la asistencia, sino que se produjo un significativo aumento de la pobreza y de la desigualdad social.
También el economista sueco Gunnar Myrdal, que obtuvo el premio Nobel de Economía en 1974, manifestaba en 1968: “Mi ideal es que se lleven a cabo reformas sociales tales –en los vastos campos de la distribución del ingreso, la vivienda, salud pública, educación, el enfrentamiento de la delincuencia, etc.– que el Servicio Social se vuelva más bien innecesario o se transforme en algo muy especial, algo individualizado y especializado, mientras no sea simplemente la administración de la legislación social.” Pero esas “reformas sociales” (que también nosotros deseamos, profundas y lo antes posible) no se cristalizaron a cabalidad. Y la asistencia, entonces, continúa siendo necesaria.
Las políticas de asistencia son insuficientes, pero hay algo mucho más insuficiente aún: la ausencia de políticas de asistencia. Desconocer el derecho a la asistencia es precisamente el posicionamiento que asumen los gobiernos conservadores, que tienden a recortar los recursos destinados a la acción social, desertando de esta responsabilidad estatal o bien transfiriéndola hacia modalidades de beneficencia y de voluntariado, optativas y además escasas, a ser encaradas por sectores privados (empresariales, religiosos, filantrópicos).
Defender la idea de la asistencia como derecho exige también diferenciar esta concepción de aquellas alternativas que, con lamentable frecuencia, transforman la asistencia en un recurso para la construcción de relaciones clientelistas, generando dependencia y sumisión. Toda persona o grupo que recibe algo (por la vía del no derecho) siempre queda en deuda con el que se lo da. En ese caso, el que recibe debe a quien da. Por el contrario, los derechos implican el reconocimiento de ciudadanía plena para toda la población, fortaleciendo la autonomía y neutralizando la discriminación y la diferenciación social.
Comprender esta ecuación nos debe impulsar a revalorizar la concepción de derechos, que es la que construye democracia en serio. Y nos podrá ayudar a alejarnos de la desgraciada descripción que contiene aquel proverbio africano que afirma que “la mano que recibe está siempre debajo de la mano que da”.
Norberto Alayón
* Profesor consulto de la UBA.
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